EL FENÓMENO DE LA DESERCIÓN DEL EMPLEO ENTRE LOS JÓVENES

Tengo que prevenir a los lectores antes de que lean estos artículos. La identificación trabajo- empleo termina concluyendo, dadas las condiciones en las que se desarrollan los actuales empleos, que trabajar no tiene ningún sentido. Y digo cuidado, porque lo que se avecina es la sociedad dependiente de las rentas y las sopas bobas disfrazadas del «no va más« del progreso, y la legitimación de un sistema económico que no ha hecho más que descartar a la mayoría de la humanidad de poder ganarse dignamente la vida. El capitalismo lo devora todo. Y dar carta de naturaleza a la deserción del trabajo cuando lo que se está produciendo es una deserción de los empleos avasalladores y en régimen de servidumbre que produce el turbocapitalismo digital es dejar a los Sin Poder (los que carecen del acceso al capital en nuestra sociedad), sin capacidad de reaccionar ante el poder. La única riqueza digna de ser valorada es la que genera el trabajo, o sea, la persona que, en colaboración con los demás, es capaz de proyectar sus cualidades y ponerlas al servicio de los demás. Ahora sí. Leamos con máxima capacidad crítica este fenómeno (manuealaraus)

Adiós a los atascos, a la comida de táper y a la esclavitud de la oficina. Los jóvenes prefieren incluso estar en el paro que sacrificar su felicidad por cualquier empleo: «La gente ya no vende la idea del ajetreo como una virtud».

A primera hora de la mañana, un joven llamado Luo Huazhong abandonó su puesto de trabajo en una fábrica de Sichuan, cogió la bici, recorrió 2.000 kilómetros hasta el Tíbet y se tumbó en el suelo. Ocurrió hace casi seis años y aquello fue el principio de una imprevisible revolución. No porque el joven chino se acostara en el Tíbet, sino porque no dejó de hacerlo por todo el país. «Me he estado relajando y no siento que haya hecho nada malo», contó hace unos meses en su blog personal tras una larga época tirando de sus ahorros, encadenando trabajos ocasionales (tan exigentes como interpretar a un cadáver en una película) y pasando la mayor parte de su tiempo tumbado a la bartola. Tangping, se dice en chino mandarín. «Acostarme es mi corriente filosófica porque sólo estando acostados los humanos podemos estar a la altura».

Su post se titulaba Estar tumbado es de justicia. Tuvo millones de visitas, la expresión «tumbado» se convirtió en un fenómeno viral en China y sus mensajes, lejos de ser un manifiesto a favor de la holgazanería, se entendieron como una enmienda al régimen comunista y al ritmo frenético de la segunda mayor economía del planeta. Pekín -oh, sorpresa- censuró todo el contenido de Huazhong en la red.

La tumbomanía china, por supuesto, no es un fenómeno exclusivo del país asiático. El año pasado, una joven americana con apenas 4.000 seguidores en Twitter publicó en la red social: «Yo no quiero tener una carrera, yo lo que quiero es estar sentada en el porche». Su mensaje acumula hoy casi 83.000 retuits y más de 400.000 megustas.

«No son solo los jóvenes chinos los que se están dando cuenta de que el trabajo es un falso ídolo», alertaba la escritora Cassady Rosenblum en The New York Times. «Esto es sólo la expresión de un desmoronamiento global».

Tomarse un respiro es tendencia entre los jóvenes de todo el mundo. El impacto de la pandemia sobre los horarios de oficina, la precarización de las condiciones laborales, las débiles promesas de la manoseada meritocracia, la nueva sensibilidad respecto a la salud mental, la sobreexposición al entretenimiento en las redes sociales y el compromiso juvenil con causas ajenas a calentar una silla en la oficina están transformado su relación con el trabajo… quizás para siempre.

Los jóvenes -aquí y en la China popular- ya no viven para trabajar.

Suena el despertador a las siete de la mañana. Levántate. Dúchate. Péinate. Maquíllate. El café. Repasa tu perfil de LinkedIn: «Soy una persona responsable, quizás demasiado perfeccionista». Conduce hasta la oficina. Echa gasolina… Uf, mejor coge el metro. O el bus. No llegas. Pide un taxi. Ficha a las nueve. Reunión. Otro café. Otra reunión. Un informe. Otra reunión. La típica bronca del jefe. Un táper. Almuerza cualquier cosa. Una llamada. 300 mails. 50 mensajes de WhatsApp. Otro informe. Me voy, que no llego al súper. Una pregunta: ¿alguien sabe si ya hemos cobrado? Malditos lunes…

«No. Tú no odias los lunes, tú odias tu trabajo», decía el escritor canadiense Nick Srnicek, autor de Inventar el futuro: postcapitalismo y un mundo sin trabajo, un ejercicio de imaginación política que retrataba ya en 2015 una economía en la que la tecnología nos iba a liberar del dichoso horario de oficina, pero también nos obligaría a redefinirnos como empleados. Siete años después, no todo ha ocurrido según sus planes. «La eliminación completa del trabajo es imposible, lo que realmente buscamos es limitar el trabajo a lo que es necesario para nuestra existencia básica», preveía Srniceck entonces.

Intentamos hablar con él de nuevo esta semana, pero fue imposible: «Hola Rodrigo, disculpa que haya tardado tanto en responderte, pero… ¡mi esposa acaba de dar a luz a nuestro tercer hijo y he estado ocupado!». Punto para Nick.

Desde hace décadas (no siempre fue así) nuestra vida se estructuraba en torno al objetivo último de alcanzar la autorrealización competitiva, sentirnos realizados profesionalmente. Prosperar. Estar «ocupado» no era cambiar pañales, era tener trabajo. Ser alguien en la vida. Conseguir un empleo, cuanto más estresante mejor, se convirtió en el fin último.

«Nuestros mayores, la llamada generación boomer, trabajaban mucho, pero lo hacían por necesidad, porque no quedaba otra», explica la periodista Cristina García Casado, 35 años recién cumplidos. «Son los de la generación X [los nacidos entre 1965 y 1981], nuestros primeros jefes, quiénes nos educaron en que eso de trabajar muchas horas era guay, algo cool… La glamurización de la oficina, la cultura del ascenso. Había que colocarse en alguna empresa, tener una gran agenda de contactos y hacer networking al salir de la oficina y no dejar de ser nunca esa persona que trabaja. Si los jóvenes hemos entendido por fin el valor del tiempo, el derecho a aburrirse y a descansar, a comer bien y no en un táper delante del ordenador… Si hemos entendido que las personas existen y tienen valor más allá de aquello a lo que se dediquen, habremos dado un gran paso».

García Casado nació en Zamora, donde -avisa- «también hay que estar muy cualificado para subirse a un tractor», pero ha sido corresponsal en Argentina, Guatemala y también en Washington, allí donde la gente es lo que dice su tarjeta de visita. El año pasado publicó una columna en La Opinión de Zamora que se llamaba Apología del esfuerzo, una defensa de los nuevos valores de los jóvenes, pero también un alegato contra la resignación: «Es cierto que el esfuerzo no garantiza nada, quizás cada vez menos, pero sin él estamos jodidos de verdad».

-¿Son los jóvenes de hoy más perezosos? ¿Más blandos?

-Pensar eso es incierto, muy injusto y muy miope. Las últimas generaciones han soportado varias crisis, se han tenido que reinventar todo el tiempo, mudarse 500 millones de veces, empezar de nuevo… Hemos soportado un gran peso emocional, pero no somos más frágiles que las generaciones anteriores. La única diferencia es que nosotros lo hemos expresado, hemos puesto el debate sobre la mesa. Sólo hemos dado la primera patada y serán los que vienen detrás quienes rompan el muro.

La generación X nos educó en que trabajar muchas horas era algo guay, en la glamurización de la oficina

OTRO ARTÍCULO SOBRE EL TEMA:

UNO DE DE CADA DOS JÓVENES ESPAÑOLES PREFERIRÍA ESTAR EN EL PARA ANTES QUE SER INFELIZ EN SU TRABAJO

Según un sondeo de Sigma Dos para EL MUNDO, el 55% de los jóvenes de entre 18 y 29 años preferirían estar en el paro antes que ser infelices en su empleo. El 64% de ellos asegura que el ocio es más importante en su vida que el trabajo, un porcentaje que cae hasta el 52% entre los mayores de 45 años y queda por debajo del 49% en los mayores de 65. Los jóvenes españoles están también más dispuestos a rebajar su sueldo a cambio de tener más tiempo libre, pero no a cobrar un sueldo por debajo de su cualificación. Nadie está más insatisfecho que ellos con su situación laboral.

«Una parte muy importante del valor que se otorgaba al trabajo y al echar horas era poder construir capital para comprar tu hogar», apunta el sociólogo Jorge Galindo, director adjunto del Centro de Políticas Económicas de Esade. «En la medida en que la vivienda se vuelve más inaccesible en relación con los salarios, el incentivo desaparece y entonces se hace más interesante el uso alternativo de tu tiempo, porque el ocio sí es cada vez más accesible».

El año pasado, Galindo, coautor del ensayo El muro invisible. Las dificultades de ser joven en España (Debate, 2017), elaboró junto a la investigadora Ariane Aumaitre un informe que retrataba todos los males de La generación de la doble crisis, la que nació entre 1985 y 1995 y la única en el último siglo que ha atravesado dos grandes recesiones en su periodo de formación e incorporación al mercado laboral. Su estudio confirmaba los datos más agoreros: los jóvenes poscrisis en todo el sur de Europa tienen menos ingresos, menores tasas de empleo y menores tasas de emancipación, vivienda en propiedad, fertilidad o riqueza potencial que su generación predecesora.

La nueva actitud de los jóvenes respecto al trabajo es sólo la respuesta a una gigantesca decepción. «Había una promesa para nuestra generación que no se ha cumplido», subraya Galindo.

Alrededor del 55 % de los millennials y el 56 % de quienes les suceden, la llamada generación Z, aseguran, según un estudio de Randstad elaborado en 34 países, que dejarían su trabajo si interfiriera con sus vidas personales. Y casi la mitad de ellos no aceptaría un puesto en una empresa que no se alineara con sus puntos de vista sobre temas sociales y ambientales.

«Los jóvenes están cuestionando el statu quo capitalista a una edad mucho más temprana», comparte desde Estados Unidos la escritora Anne Helen Petersen, autora de No puedo más. Cómo se convirtieron los millennials en la generación quemada (Capitán Swing, 2021), un ensayo que analiza la «cultura del agotamiento» entre los más jóvenes y cómo su ideal del trabajo se ha ido al garete en los últimos tiempos. «La meritocracia siempre ha sido una estafa, pero fueron los millennials quienes dejaron más claro ese engaño. Estos jóvenes han trabajado muy duro y, ni siquiera así, han podido encontrar al menos el mínimo de estabilidad de sus padres. Se usa contra ellos la palabra pereza como si fuera un garrote para disciplinar a quienes sencillamente se niegan a ser explotados».

Se usa contra los jóvenes la palabra ‘pereza’ como un garrote para disciplinar a quienes sencillamente se niegan a ser explotados

Una encuesta de un portal de empleo americano revelaba también el año pasado que casi el 60% de los millennials se sentía «agotado» tras la pandemia del coronavirus. Ya lideraban el cansancio antes del Covid, pero las cifras no dejan de crecer. Otro estudio, éste realizado en Londres, dice que más de la mitad de los jóvenes que están trabajando están «quemados» y el 80% de quienes tienen entre 16 y 24 años ya se reconocen completamente exhaustos.

«Uno de los grandes retos ahora mismo para las empresas es, no sólo atraer talento, sino saber retenerlo», explica Antonio Núñez Martín, socio de la consultora Parangon Partners y coautor de un exhaustivo informe sobre un fenómeno, otro más, que se encuadra en esta nueva realidad laboral: la llamada Gran Renuncia. Una tendencia que emergió en Estados Unidos después de la pandemia -cuando cerca de 50 millones de trabajadores abandonaron sus empleos de forma voluntaria- y que, como aquellas fotos del joven Luo Huazhong repantingado en el Tíbet, se ha ido expandiendo por todo el mundo.

«Las motivaciones de esta renuncia global son diversas y van desde el interés por emprender proyectos personales a la necesidad de encontrar más tiempo para disfrutar con la familia, la marcha hacia otros trabajos mejor remunerados o menos exigentes o el hartazgo y desazón ante trabajos que no completan el propósito vital de los empleados», apunta Núñez Martín. «El peso que tiene el trabajo en la agenda de prioridades de los jóvenes es muy distinto al de antes».

Su informe La Gran Renuncia. Claves para atraer, retener y ganar la batalla del talento señala tres causas principales de ese nuevo cambio de mentalidad en España: en primer lugar, la llegada al mercado laboral de nuevas generaciones con intereses diferentes en lo relativo al balance entre la vida profesional, la familiar y la personal; y luego dos razones muy vinculadas al impacto de la pandemia: la conciencia de que «la vida no es eterna y merece la pena disfrutarla», y el aumento de las ayudas al desempleo combinado con la mayor sensación de autonomía que generó la experiencia del teletrabajo.

El año pasado, según las estadísticas de afiliación a la Seguridad Social, más de 30.000 españoles decidieron renunciar a su empleo de manera voluntaria.

«La pandemia fue el ciclón bomba de nuestros descontentos», escribía el ensayista Tim Kreider en The New York Times hace sólo unos meses. «No sólo nos dio a todos los trabajadores no esenciales una experiencia de pereza obligatoria, que para muchos resultó no ser del todo desagradable, sino que también desenterró un lago lleno de verdades sumergidas durante mucho tiempo. De repente millones de personas se dieron cuenta de que no necesitaban perder días de sus vidas en un atasco o sentados en el trabajo, haciendo una pantomima bajo el escrutinio de un jefe ocho horas al día».

Hace justo 10 años, el mismo Kreider publicó otro breve ensayo en las páginas del diario americano. Este se llamaba La trampa de los ocupados y atizaba contra la epidemia del ajetreo que entonces empezaba a dejar las primeras secuelas en la población. «La vida es demasiado corta para estar ocupado», proclamaba el escritor.

«Cada generación hace virtud de las necesidades de su tiempo», explica ahora vía mail. «El trabajo duro tenía sentido como virtud cuando había movilidad para ascender como clase. Mi generación fue la primera que descendió, pero los que nos sucedieron lo supieron desde el principio».

-¿Los jóvenes ya no viven para trabajar?

-Tiene sentido que intenten encontrar valor en sus vidas fuera del trabajo, porque el trabajo se ha convertido en una rutina aburrida que sólo les permite sobrevivir. Los jóvenes son como siervos medievales, pero con wifi.

AQUÍ OTRO ARTÍCULO SOBRE EL MISMO TEMA

Kreider: «Los jóvenes de hoy son siervos medievales, pero con wifi»

Diez años después de satirizar la cultura del ajetreo en su artículo ‘La trampa de los ocupados’, el ensayista y viñetista americano vuelve a la carga: «El trabajo es una interminable y frenética rueda de hámster para sobrevivir»

«La vida es demasiado corta para estar ocupado», escribió Tim Kredier hace ya una década. Un breve ensayo suyo publicado en junio de 2012 por The New York Times se convirtió por unos días en un fenómeno viral en el país: su texto circuló por los buzones de correos electrónicos de todo Estados Unidos, apareció colgado en las oficinas y Kreider, escritor y caricaturista, fue invitado a dar charlas en plan gurú de la autoayuda empresarial.

Su texto, titulado La trampa de los ocupados, era una crítica mordaz contra la cultura yanqui del ajetreo y una alerta sobre un fenómeno que 10 años después se empieza a vislumbrar en todo el mundo. Kreider (Baltimore, 1967) volvió a escribir sobre el asunto este año. Es hora de dejar de vivir la estafa estadounidense, se llama su último artículo.

«Una década más tarde, la gente ya no trata de vender el ajetreo como una virtud, ni siquiera a sí mismos. Ha llegado a la edad adulta una nueva generación que nunca ha conocido el capitalismo como un sistema económico funcional», escribe. «Por supuesto, todos siguen ocupados, peor que ocupados, exhaustos, pero nadie lo llama de otra manera que no sea lo que es: una interminable y frenética rueda de hámster para sobrevivir».

Más disfrutar y menos calentar la silla. 

¿Qué ha pasado para que se produzca este cambio de mentalidad?

El principal cambio es que el trabajo ya no se recompensa de forma proporcional. Los salarios se han estancado y el coste de vida ha aumentado, así que los jóvenes no entienden por qué deberían renunciar a todas las horas de su vida a cambio de ni siquiera tener suficiente dinero para pagar el alquiler o poder hacer la compra.

Varios estudios recientes dicen que al menos la mitad de los jóvenes de hoy en día preferirían estar desempleados que ser infelices en su trabajo.

Si los jóvenes ya no se definen a sí mismos a través de sus trabajos, bien por ellos. Toda nuestra sociedad tendrá que encontrar alguna razón para valorar a las personas por sí mismas, no sólo por su valor como productores, consumidores o mercancías.

Hay quien sostiene que los jóvenes son ahora más perezosos y más frágiles. La generación de cristal.

No considero necesariamente la pereza como un vicio. Depende de lo que estés haciendo. Puedes ser muy laborioso haciendo algo sin sentido, estúpido o destructivo. Cada generación hace virtud de las necesidades de su tiempo. El trabajo duro tenía sentido como virtud cuando había movilidad para ascender como clase. Mi generación fue la primera que descendió, pero los que nos sucedieron lo supieron desde el principio.

Ya no viven para trabajar…

Tiene sentido que intenten encontrar valor en sus vidas fuera del trabajo, porque el trabajo se ha convertido en una rutina aburrida que sólo les permite sobrevivir. Los jóvenes son como siervos medievales, pero con wifi.

Los jóvenes ya no entienden por qué deben renunciar a su vida a cambio de no poder ni pagar el alquiler

A menudo se habla de la falta de compromiso de los jóvenes con su empresa, sin embargo son una de las generaciones más comprometidas socialmente.

De lo que no se habla es de la falta de compromiso de las empresas con sus empleados. Elon Musk está despidiendo estos días a la mitad de los 7.000 empleados de Twitter, que han descubierto si todavía tienen trabajo o no dependiendo de si el aviso llega a su correo electrónico laboral o al personal. La lealtad a esas personas y la cultura corporativa en la que prosperan estaría, como mínimo, fuera de lugar. Si el nuevo compromiso de los jóvenes es con valores como la justicia, la igualdad o la amabilidad, por muy absolutista, sin sentido del humor y censuradora que a veces pueda ser esa dedicación, me parece una mejora con respecto a una ética de ascenso individual que nos enfrenta a todos. Vamos a necesitar un espíritu diferente para pasar las próximas décadas.

¿Cuánto ha influido la pandemia en esta nueva concepción del trabajo?

La pandemia puso al descubierto muchas mentiras sobre el trabajo. Dejó claro que muchas personas estaban desperdiciando horas de sus vidas todos los días en viajes innecesarios, y que la cultura de la oficina era más un medio para controlar y vigilar a los trabajadores que una forma de aumentar la productividad o tener cualquier otro valor práctico. También dejó vergonzosamente claro quién apoya realmente a la sociedad: los empleados de los supermercados, las enfermeras, los camioneros… y quién es inútil o peor: los gerentes y los ejecutivos.

¿Juegan las redes sociales y la sobreexposición al ocio algún papel en este terreno?

Las redes sociales ciertamente permiten que las personas comparen su vida real de manera desfavorable con las vidas ficticias de otras personas, pero tiendo a pensar que las redes sociales sólo exacerban los problemas en lugar de crearlos. Las personas estarían más dispuestas a trabajar si trabajar les permitiera pagarse las vacaciones y permitirse lujos ocasionales. En general ya no pasa. En 2008, después de la gran crisis económica, se empezó a usar en inglés el acrónimo staycation (algo así como vacaciones en casa) para hablar de la gente que ya no podía permitirse viajar en su tiempo libre.

¿Cuál cree que será la tendencia de futuro y cómo puede adaptarse el mercado laboral a esta nueva visión de los jóvenes del trabajo?

Cualquiera que intente predecir el futuro siempre termina pareciendo estúpido, a excepción de H.G. Wells y Ray Bradbury. Me atrevería a decir que si las empresas esperan obtener la lealtad de alguien, deberían demostrar algo por sí mismas. Y si quieren atraer a más trabajadores, la solución no me parece compleja ni misteriosa: sólo tienen que pagarles.

ARTÍCULOS DE RODRIGO TERRASA EN «EL MUNDO«

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