Nos regala Antonio Aguilera, profesor de la facultad de Psicología y Educación de la Universidad de Sevilla, y un amigo de hace ya mucho tiempo, este artículo. En él, se reflexiona sobre un fenómeno que muchos profesores somos capaces de identificar en nuestra labor profesional no sólo en las facultades de la universidad sino en todas las instituciones educativas: el de la perversión de las relaciones que los alumnos están teniendo con estas instituciones y, en gran medida, cuando hablamos de alumnos menores de edad, la perversión de las relaciones que establecen con ellas las propias familias de los alumnos. El gradual e imparable proceso de mercantilización de la enseñanza, convertida ahora en una «mercancía inmaterial» de alto valor añadido, trae- entre otras- estas consecuencias. Pero lo mejor es leer el artículo. Y, a ser posible, convertirlo en objeto de diálogo y debate. Y si además se convierte en comidilla de nuestras conversaciones profesionales informales, pues también viene bien (manuelaraus)

El objetivo de estas líneas es reflexionar acerca del papel de los estudiantes en la Universidad (también en la de Sevilla y en nuestra Facultad de Ciencias de la Educación) y sus consecuencias para el modelo que se está configurando.
Desde los políticos que legislan hasta los alumnos universitarios, pasando por los gestores en sus distintos niveles, el profesorado, el personal técnico, de gestión y de administración y servicios, y los propios estudiantes estamos asumiendo (y así se refleja en numerosos documentos de cada una de las instancias señaladas), un modelo de Universidad como establecimiento que ofrece un producto y en el que los estudiantes son “clientes”. La Universidad como supermercado.
Considero que este modelo es inadecuado y perjudicial. Inadecuado porque no responde al origen, sentido y tradición de las Universidades y perjudicial por sus consecuencias perversas en la dinámica universitaria, especialmente en la docencia. Trataré de explicarme:
1. Si consideramos que los centros universitarios “venden” un producto y que los estudiantes como “clientes” que vienen a comprarlo, habrá que revisar si lo que se vende es lo que los clientes demandan. Asumimos que lo que la Universidad ofrece (o debería ofrecer) son conocimientos, valores y procedimientos que contribuyan a crear: a) personas completas, realizadas, que den un sentido a su vida, b) ciudadanos responsables del mundo en que viven y c) profesionales excelentes y competentes. Pero los “clientes” demandan otra cosa: vienen buscando un título, unas calificaciones (si pueden ser altas, mejor) y, como consecuencia, la tienda que es la Universidad acaba “vendiendo” lo que los “clientes” demandan porque si no lo hace se va a “otra tienda”. Ya incluso se ha dejado de hablar de que la Universidad contribuya al desarrollo personal de los estudiantes y a transmitir las virtudes ciudadanas, pero incluso la enseñanza de las competencias profesionales puede estar en riesgo, es decir, está en riesgo la calidad de la enseñanza que dispensamos.
2. En segundo lugar, la consideración del alumno como “cliente” nos lleva a ver como normal, algo muy típico de las relaciones de compra-venta: el regateo. Los estudiantes regatean el precio que hay que pagar por el producto que adquieren, es decir, regatean al profesorado el esfuerzo que están dispuestos a realizar para conseguir el título y las calificaciones a las que aspiran: voluntariedad de la asistencia a clase, aumento del número de “parcialitos” (a los que erróneamente aceptamos en denominar “evaluación continua”), sustitución de exámenes por “trabajos” (especialmente problemático con el desarrollo de la Inteligencia Artificial), etc., etc., etc. Y los docentes asumimos esa rebaja en el nivel de exigencia y porque no tenemos el respaldo del “dueño de la tienda”, sino que somos empleados que tratamos de orientar nuestra vocación y amor por nuestra disciplina hacia la investigación (que, además, es lo que se valora para promocionar en la carrera ¿docente? universitaria) y no hacia la docencia.
3. En tercer lugar, también es propio de las relaciones comerciales aquello de que “el cliente siempre lleva razón”, por lo que hay que atender todas las peticiones de los estudiantes en línea, entre otras cosas, con lo señalado en los dos puntos anteriores y muchas de sus reivindicaciones se recogen en la legislación universitaria (p.e., en la US, la no necesidad de asistir a las clases teóricas), las encuestas de calidad de la docencia que, en realidad, son encuestas de satisfacción que el alumnado tiene de sus profesores, la permisividad en cuestiones como la puntualidad a la hora de entrar y salir del aula, etc., incluso a costa de que esas decisiones sean contrarias a otras normativas superiores[1] e incluso sean contrarias a las competencias profesionales que decimos que queremos que los estudiantes adquieran[2]
No. Los estudiantes no son nuestros clientes. Nuestros clientes son la sociedad que es la que paga los sueldos de los docentes y las becas y los costes de los estudiantes. Y en el caso de nuestra Facultad de Ciencias de la Educación, nuestros clientes son los niños y adultos que van a entrar en las aulas de los que ahora son nuestros estudiantes, las familias de esos niños y la comunidad en la que se inserta la escuela. No debe ser que docentes y estudiantes estén en lugares diferentes sino que ambos debemos estar en el mismo lado del “mostrador” colaborando en ofrecer el mejor producto a nuestros verdaderos clientes. ¿O es que los estudiantes no piensan que los docentes de sus propios hijos e hijas, serán compañeros que están sentados en la misma aula que ellos o que ellos mismos serán los profesores de los hijos de sus actuales compañeros de curso?
Es necesario no aceptar el modelo de Universidad como supermercado en el que cada “cliente” entre cuando quiere, compra lo que quiere y sale cuando quiere y proponer un modelo más ajustado a la tradición universitaria en el que docentes y estudiantes colaboran para ofrecer el mejor producto a la sociedad que los financia, es decir, ofrecer y adquirir una formación de calidad que, por serlo, no debe reducirse solo a competencias profesionales (que también), sino incluir la formación en los valores cívicos como ciudadanos de sociedades democráticas y la formación que contribuya a optimizar el desarrollo personal de cada cual. Y no como cosas distintas, sino como tres dimensiones de una misma realidad, pues no puede ser un profesional competente quien carece de unos ciertos valores y virtudes y quien no vive su profesión como respuesta a una vocación que da sentido a su vida.
Creo que se necesita una reflexión conjunta sobre estas cuestiones y, en su caso, irla traduciendo en comportamientos, actitudes, normas de funcionamiento, … concretas que sean reflejo de este modelo de Universidad (y no del modelo de supermercado), si es el que queremos.
[1] Si cada crédito supone 25 horas de trabajo de las cuales 10 son presenciales y 15 no presenciales, ¿cómo puede ser opcional la asistencia a clase, es decir, cómo pueden cubrirse esas 10 horas presenciales si no se está presente?
[2] ¿No es una competencia profesional la puntualidad a la hora de llegar y salir del puesto de trabajo? ¿Por qué no se exige lo mismo en la asistencia a clase como forma de aprender o hacer hábito esa competencia?
Autor: Antonio Aguilera. Profesor de la Universidad de Sevilla. Facultad de Ciencias de la Educación.
