Este artículo, que pertenece también a la Revista Autogestión 147, está escrito por un joven amigo. No podemos dejar de decir que entre los jóvenes siempre ha estado y sigue estando presente una poderosa llamada a la autenticidad, a la verdad, a la coherencia, a la justicia. Escudriñarla, en el calor de una pandilla de amigos, es lo que más alegría y plenitud de sentido me ha proporcionado personalmente. Pero, y ya no soy ningún joven, es lo que constato una y otra vez que sigue ofreciendo las respuestas más sólidas y plenas de sentido a muchos jóvenes que he tenido la oportunidad de conocer en este trayecto. No se puede vivir «la buena vida» sin sospechar, tal vez llorando ebrios de narcóticos, que esta «buena vida» se hace a costa de la «mala vida» de una ingente cantidad de personas a las que desde su infancia se les niega hasta la posibilidad de vivir con dignidad. Y no por mala fe, o porque haya mala intención, sino porque hay instituciones y estructuras que han modelado nuestras formas de vida y cuya motivación principal son el lucro y el poder. Y no hay «vida buena», en el sentido más noble y bello de la bondad, que no se rebele contra la injusticia, cuando esta llama, grita, obscena, a nuestra conciencia. (manuelaraus)

La esclavitud infantil es hoy uno de los problemas más acuciantes y escandalosos de nuestro mundo. Segundo a segundo, minuto a minuto, la infancia de cientos de millones de niños y adolescentes alrededor del mundo está siendo pisoteada, y sus derechos más elementales, atropellados por un sistema que necesita nutrirse de la sangre de los descartados para poder seguir adelante con su consumismo asesino.
La esclavitud infantil no es algo exclusivamente propio de nuestro tiempo. Desde el principio de nuestra historia como seres humanos, los niños han llevado a cabo tareas y trabajos impropios para su edad, ya sea por la naturaleza de estos, su peligrosidad, su complejidad… En realidad, cualquier trabajo es inadecuado para un niño, dado que sus únicas preocupaciones deberían ser tener cubiertas sus necesidades básicas, encontrar en su familia una referencia y un refugio, relacionarse con sus semejantes y recibir una educación que le permita desarrollar sus aptitudes y cualidades para convertirse así en un adulto formado, con aspiraciones e ideales.
Si bien ya hemos comentado que esta modalidad de esclavitud no es un fenómeno contemporáneo, ha de remarcarse que con el auge del capitalismo industrial del siglo XIX los niños se convierten una de las víctimas predilectas de los abusos laborales, inicialmente en Gran Bretaña y luego en el resto del continente europeo. Los críos se convierten así en perfectos mineros en las abundantes explotaciones de carbón de la isla o en deshollinadores, o en peones de las fábricas dedicadas al hilado de tejidos. Diferentes causas motivan la macabra predilección de los empleadores por los niños: sus características físicas son ideales para la realización de ciertas labores (sus cuerpos menudos les permite arrastrarse por las angostas galerías y chimeneas), además de la enorme capacidad de adaptación de estos y su menor conflictividad, que facilita que sean objeto de explotación de manera más sencilla que personas adultas. Además, estos niños provienen en su inmensa mayoría de familias pobres, con padres dedicados al trabajo fabril que emplean sus días en realizar trabajos penosos y arriesgados, sin medidas que les protejan de manera real frente a los desmanes de un sistema que necesitaba producir más y más ante un ingente aumento demográfico y unos modelos de consumo cambiantes.
Las primeras leyes que regulaban estas prácticas de trabajo infantil (con limitaciones temporales y de edad) surgen durante el primer tercio del siglo XIX. La implantación de leyes de escolarización obligatoria (la “Elementary Education Act” de 1870 en Gran Bretaña es un ejemplo de ello) son un hito remarcable. Si bien su puesta en práctica puede presumirse difícil, estos cambios en los marcos normativos de entonces no hubiesen sido posibles sin la presión de las nacientes asociaciones de trabajadores y sindicatos que, aun con multitud de trabas por parte de la clase política (correa de transmisión de la clase capitalista dominante), lucharon por mejoras en las condiciones de trabajo y de vida de la cada vez más nutrida clase obrera.
En la actualidad, y aunque pueda no parecerlo, la esclavitud infantil forma parte de nuestras vidas a diario. ¿Qué pueden tener en común un bloque de hormigón, el anillo de compromiso de una influencer, un Colacao y una alfombra? El nexo común entre todos ellos podría ser la esclavitud de un niño. Millones de ellos ponen en riesgo su integridad física y su correcto crecimiento en fábricas de cemento en el sudeste asiático, en los talleres de tallado de piedras preciosas en la India, en la recogida de productos agrícolas en el África occidental o en talleres de confección textil en Pakistán, y en infinidad de lugares más.
Los organismos internacionales (supuestamente) encargados de velar por la libertad, educación y el idóneo desarrollo de los niños hacen ademanes hipócritas para acabar con esta lacra, pero en realidad no se implican en profundidad. En mayor o menor medida, los niños esclavizados son una parte esencial de nuestro sistema económico neocapitalista. En mayor o menor medida, nuestros patrones de consumo están soportados sobre el sufrimiento de niños esclavos.
No debemos además pensar en la esclavitud infantil como un trabajo concreto llevado a cabo por un niño. La explotación sexual, el trabajo doméstico, el reclutamiento forzoso para las guerras o el matrimonio forzado son también formas de esclavitud (España es uno de los consumidores principales de pornografía infantil a nivel mundial).
Un tipo quizá menos conocido de esclavitud infantil es aquel en el que se da a un niño como “pago” para que este trabaje y restituya al prestamista con una parte de su sueldo (o con su salario al completo) una deuda contraída por su familia. Esta modalidad se da en países como Nepal, India, Bangladesh o Pakistán. Es en este país donde nace en 1983 Iqbal Masih, que a corta edad es entregado a un fabricante de alfombras para que trabajase en su fábrica, a cambio de un préstamo de 600 rupias (unos 7€ al cambio) para costear la boda de su hermano mayor. En esta fábrica convive con otros niños, con los que trabaja encadenado a un telar durante jornadas interminables y expuestos al maltrato, la miseria y la violencia.
Con 10 años, Iqbal escapa de su cautiverio y conoce a Muhammad Ehsan Ullah Khan, un periodista profundamente comprometido con la lucha contra la esclavitud en su país y fundador del Frente de los Trabajadores de las Fábricas de Ladrillos. Con él comienza un combate contra la situación que él mismo había sufrido y que todavía soportaban miles de muchachos en su ciudad y en su país.
Su labor se traduce en el cierre de talleres y procesamiento de sus dueños, y sus actuaciones comienzan a contar con cierto reconocimiento, incluido el internacional. En 1994, la compañía británica Reebok le concedió el «Premio a la juventud en acción». Paradójicamente, esta compañía había sido por entonces puesta bajo el foco por el uso de mano de obra infantil esclava en sus fábricas.
Iqbal Masih representa, por un lado, el coraje, la valentía del que se levanta contra una situación injusta y por otro, la capacidad de mejora de la vida de las personas cuando las víctimas de dicha injusticia se convierten en protagonistas de su propia liberación. Esta liberación no puede si no pasar por la formación y promoción de sus víctimas. Iqbal comprendió esto a la perfección; no en vano dedicó el dinero de uno de los premios que le fueron concedidos a la construcción de una escuela.
El Domingo de Pascua de 1995, un 16 de abril, Iqbal es asesinado. El día que de entre los muertos resucitaba Jesucristo, moría uno de sus más valientes mensajeros.
Hoy, Iqbal sigue representando el idealismo juvenil contra la desigualdad del que quiere empaparse el redactor de estas líneas. La lucha contra cualquier forma de explotación se ha de convertir en algo tan primordial para nuestras conciencias como escandalosas son estas realidades de facto.
No dejemos que la muerte de Iqbal sea en vano. Aun viviendo en las entrañas de un sistema que nos arrincona y nos empuja a pensar que somos insignificantes contra su poder, la lucha contra la injusticia no ha de entender de límites. Que se lo pregunten a Iqbal.