El debate continúa. ¿Se pueden aprender competencias sin enseñar conocimientos? ¿Se puede desdeñar el conocimiento humano a cuenta de la «inteligencia» que nos proporcionan los ordenadores? ¿Se puede ser competente en algo sin que nuestro cerebro haya integrado conocimientos necesarios y accesibles que nos permitan acceder a otros conocimientos menos accesibles por él? Aunque en este caso nuestro artículo seleccionado se centra en la necesidad de evaluar críticamente nuestro sistema educativo, que asumió la «filosofía» de las competencias y está cosechando, como muchos otros, un nivel de incompetencia inasumible (manuelaraus)
En la era de la digitalización y la globalización, en la que el acceso a la información es sencilla y rápida, no parece oportuno basar a la enseñanza en la transmisión de conocimientos que los ordenadores pueden acumular por nosotros, y sí en el desarrollo de habilidades para acceder, procesar, integrar y transmitir información

Me gustaría hoy, una vez más, dedicar unas líneas al análisis global de la filosofía que subyace a nuestro sistema educativo. Nunca, en mi opinión, y con permiso de mi débil y decreciente memoria, se ha observado en este asunto tanta distancia entre la teoría y la práctica, entre lo que se proclama y lo que se obtiene… y tampoco tanta reticencia a reconocer que las cosas no funcionan, reconocer por qué no lo hacen y rectificarlas.
Es cierto que algunos lo han hecho. Escocia, pionera en adoptar el modelo educativo basado en las competencias en detrimento de los conocimientos, el llamado Curriculum for Excellence, implantado hace más de quince años, lo abandonó el curso pasado, desencantada con sus pobres resultados. Keir Bloomer, uno de sus artífices, reconocía en unas declaraciones hechas al Sunday Times en noviembre de 2023 que quizá se había ido demasiado lejos en reducir el énfasis en el conocimiento y afirmaba sin ambages: «El problema es que no fuimos lo suficientemente claros con el hecho de que las habilidades son una acumulación de conocimiento. Sin conocimiento, no puede haber habilidades». Así es. Sobre el papel, el currículo competencial es excelente y lógico. En la era de la digitalización y la globalización, en la que el acceso a la información es sencilla y rápida, no parece oportuno basar a la enseñanza en la transmisión de conocimientos que los ordenadores pueden acumular por nosotros, y sí en el desarrollo de habilidades para acceder, procesar, integrar y transmitir información. Pero las cosas no son tan sencillas.
No lo son, en primer lugar, porque el modelo competencial se ha implementado de forma harto difícil de aplicar en la práctica. Como es habitual, nuestros políticos piensan como el doctor Frankenstein y creen que la educación basada en competencias puede llegar a funcionar si el resto de los factores que inciden sobre el funcionamiento del sistema educativo permanecen sin cambios. Diseñan, así, un engendro elaborado a partir de retazos incoherentes mal cosidos entre sí. El verdadero trabajo con competencias exige una formación radicalmente distinta de nuestros docentes, ratios mucho más bajas que las actuales, currículos menos amplios y una organización de los centros más flexible y dotada de recursos específicos de apoyo mucho más numerosos que de verdad permitan atender a la diversidad del alumnado más allá del papel. Como no se ha hecho así, el modelo competencial deriva en burocracia huera, la que nace de obligar a los profesores a planificarlo todo, a registrarlo todo, a considerarlo todo… con los mismos alumnos que antes. Y de la burocracia nace el desánimo. Y del desánimo, el fracaso de un sistema que quizá podría funcionar, pero nunca lo hará si todo lo demás no cambia para hacerlo posible.
Pero hay algo más. ¿No estamos pagando un precio muy alto al priorizar tanto las competencias sobre los conocimientos? El currículo competencial es un currículo Just in time, esto es, un currículo que huye de la acumulación de conocimientos cuya utilidad se desconoce en el momento de su adquisición en beneficio de la capacidad de dar respuestas adecuadas a problemas concretos. El currículo tradicional, por el contrario, era un currículo Just in case, es decir, un currículo que favorecía la acumulación de conocimientos más allá de su utilidad práctica, en el bien entendido de con ello se impulsaba una formación humana global que preparaba a los alumnos no solo para su futura inserción laboral, sino para convertirse en seres humanos completos, capaces de disfrutar de la música, el arte, la literatura… en pocas palabras: de la vida. El primero forma herramientas; el segundo, personas. ¿Qué harán nuestros alumnos cuando sean adultos frente al David de Miguel Ángel? Es obvio: lo enfocarán con su teléfono móvil y, de inmediato, una aplicación de inteligencia artificial les proporcionará toda la información posible sobre su autor, sus características, incluso sobre la densidad del mármol en el que está esculpido si es necesario… pero la IA no les servirá para disfrutar lo que ven porque su espíritu no ha sido preparado para ello. ¿Y qué decir de la Novena Sinfonía de Beethoven, Hamlet o el Quijote? ¿Quedará alguien capaz de disfrutarlos dentro de unos pocos años?
Y hay algo más. No estaría mal que recordáramos la célebre (célebre antes, claro) frase que pronuncia Medea en la tragedia homónima de Séneca: «cui prodest scelus, is fecit», es decir, a quien beneficia el crimen es quien lo ha cometido. ¿A quién beneficia el currículo competencial? Desde luego, no a nuestros alumnos, estafados por un sistema que se aproxima a un ritmo cada vez mayor al aprobado general y la ignorancia generalizada, sino a las grandes empresas multinacionales, artífices y principales favorecidas por el capitalismo global, siempre hambrientas de mano de obra versátil y sumisa, y a los políticos, de derecha y de izquierda, que sirven sus intereses disfrazándolos de progreso social e igualdad de oportunidades, mientras fomentan el desarrollo de una ciudadanía incapaz de leer un texto complejo, de prestar atención más allá de unos minutos y, por supuesto, de desenmascarar la inanidad intelectual y moral de sus mensajes y reaccionar contra ella y en defensa de la verdadera democracia, así reducida a una tramoya formalista que asegura el disfrute del poder a quienes lo poseen realmente. Como escribiera Disraeli, el gran político conservador británico del siglo XIX, en su novela Coningsby, «El mundo está gobernado por personajes que no pueden ni imaginar aquellos cuyos ojos no penetran entre los bastidores». Y si eso era cierto en 1844, lo es mucho más ahora. Como docentes, deberíamos reaccionar contra ello y reivindicar un sistema educativo capaz de formar personas, no herramientas.
Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación. Publicado en El Debate.

Artículo muy bueno para reflexionar sobre cómo estamos disminuyendo el esfuerzo, imprescindible para construir una vida llena de sentido.
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