Una reflexión que viene muy a cuento teniendo en cuenta la avalancha de propuestas que pretenden educar a través de cebos y zanahorias, de juegos intrascendentes y otros instrumentos más sofisticados, debidamente «gamificados» o «ludoficados», que acaben convenciéndonos de que lo fácil, lo que no exija demasiado esfuerzo, es lo que conduce al mejor de los aprendizajes y al más arrollador de los éxitos.
El método de Alain (1868–1951)
“Cuando una idea simple toma cuerpo, se produce una revolución” C. Péguy
La educación debe captar siempre al hombre por lo más alto, ya que los prejuicios y las propagandas lo captan siempre por lo más bajo (…) Para él (el niño) el crecimiento consiste en liberarse sin cesar de su ayer, olvidar el niño que se era la víspera. El niño es, ante todo, ambición, no hay nada que desee más que no ser niño.
Nos equivocamos, pues, si queremos apelar a los intereses en ese ser orgulloso: es adularlo, acudir a su frivolidad, mantenerlo en su estado de niño, en vez de conducirlo hacia los placeres más elevados que presiente. Como hombre, el niño tiende a lo difícil, o a lo agradable, y reclama que se le ayude, que se le saque del juego, no puede hacerlo él solo, pero ya de por sí lo desea; es el principio y como el germen de su voluntad. Por lo tanto, no hay que tener miedo a disgustarlo, e incluso se debe temer el complacerlo, porque, en el fondo, desprecia a los “bufones” que quieren ponerse a su nivel. Porque el niño, recordémoslo, no quiere a quienes lo “divierten”, sino más bien a los que lo “educan”.
Al niño le corresponde conquistar su propio placer, placer que será muy superior al placer inmediato, por una parte, porque será superior a él, por otra, porque lo habrá conquistado. No hay experiencia que eleve mejor a un hombre que el descubrimiento de un placer superior, que hubiera ignorado siempre si no hubiese tomado primeramente un poco de trabajo. No sólo el interés inmediato no eleva al niño, lo que interesa no instruye nunca, sino que el niño sólo se limita a sí mismo, no conquista una autodisciplina más que por esa lucha contra lo difícil.
El niño necesita el cebo de lo difícil, si se quiere poner entre sus manos su propio aprendizaje, en vez de adiestrarlo desde fuera. Con este objeto, lejos de facilitarle el trabajo, hay que dejarlo frente a las dificultades naturales. Renúnciese a la copa amarga cuyo borde está untado de miel, preferiría hacer amargos los bordes de una copa de miel, pero eso no es necesario. Por lo tanto, no prometeré el placer, pero presentaré como meta la dificultad vencida; tal es el cebo que conviene al hombre.
Todo el arte consiste en graduar las pruebas y en medir los esfuerzos; porque la gran cuestión consiste en dar al niño una elevada idea de su poder, y sostenerla con victorias; pero no es menos importante que dichas victorias sean difíciles y conseguidas sin el socorro ajeno. Si lo esencial en la educación fuese adquirir conocimientos o técnicas, el interés podría utilizarse, pero lo que importa es aprender a “interesarse por voluntad”, a labrar la propia persona; y nadie puede hacerlo con intermediarios, nadie puede lograrlo sin poner en juego ese principio de orgullo que es el hombre mismo.
Que el niño busque, pues, su propia ruta a través de las dificultades; no se trata de cebar al espíritu, sino de hacerlo combativo, de formar “un pensamiento flaco que persiga su pieza”. Para esto es necesaria cierta indiferencia del medio. El trabajo escolar ha de ser muy distinto del juego, exige otra atmósfera; una atmósfera en la cual el niño sepa que le conviene emprender su tarea de hombre. Tal es la escuela.
En Jean Château, Los grandes pedagogos.